Saír á superficie. Florencia Caiazza
Para Florencia Caiazza el espacio es un lugar de búsqueda y resolución de conflictos, un ente que acumula la memoria de lo vivido o la sospecha del porvenir e interactúa, por tanto, con los tránsitos humanos. Su trayectoria profesional, ligada a su situación personal, introduce el cambio y el desplazamiento como motores de exploración creativa. Mediante metodologías de adecuación o resignificación, Florencia Caiazza recoge las memorias, vínculos o huellas que otras personas dejaron en los diferentes lugares en los que es invitada a intervenir con su obra. Sus últimas exploraciones buscan señalar el engranaje de materiales habituales en el montaje de una exposición, aquellos cuya labor es eliminar cualquier tipo de daño para crear el espacio aséptico que se presupone a la sala. Contraponiendo esta dinámica, lo que hace la artista es emplear estos materiales como útiles de creación: masa de reparación, yeso, espátula, lijas, taladro y ferrites (pigmentos inorgánicos utilizados en materiales de construcción) invierten aquí su uso para situarse al servicio de una experiencia visual y sensorial.
Su propuesta para la Sala Alterarte consta de dos instalaciones. La primera está compuesta por una serie de piezas de escayola que fueron previamente perforadas para después cubrir los agujeros con masilla, utilizando el mismo procedimiento que se lleva a cabo en la reparación de una pared. Los agujeros se provocan para después lijarlos igualando la superficie del soporte, como metáfora del afán por neutralizar el carácter mutable de una sala de exposiciones en cada nuevo montaje. Aquí, con todo, el color actúa como indicador de ese supuesto daño, reivindicándolo a partir de la orgánica paleta de sus pigmentos. En ese ejercicio de cubrir se crea algo nuevo: una mancha, una forma, una sombra, un color, un ritmo.
Desde una aproximación conceptual similar, y manteniendo el interés por alojar cierta especificidad en cada espacio que acoge su obra, Florencia Caiazza presenta otra instalación realizada a lo largo de sus días de estancia en la sala, reconvertida en taller improvisado. En este caso, el color se proclama como cuerpo presente, ya no es sutil o residual. Como en la serie anterior, la artista trabaja con la espátula, jugando con las incisiones y acumulaciones de masilla en una variada consecución de movimientos, líneas y texturas que exageran en esta ocasión sus protuberancias a modo de bajorrelieve. De nuevo las marcas previas a su intervención son incluidas como parte de la obra, añadiendo otras perforaciones en las que deja caer el polvo del pladur. Ese polvo, otro elemento normalmente invisibilizado, reposa sobre los diferentes emplastados como en una suerte de paisaje de nieve que, con la complicidad de la luz, potencia y hace visibles los volúmenes: la cicatriz, el hueco, el accidente.
Mientras una visión global ofrece la perspectiva de un conjunto diáfano únicamente alterado por la aplicación melódica del color, la observación atenta percibe los matices derivados de toda una constelación de sutilezas que implican lo escultórico, lo pictórico, lo manifiesto y lo creado, la corporalidad, la luz, el gesto. Hay también una limitación consciente de los materiales empleados, como si de esta manera alimentara la experimentación introduciendo situaciones donde el ingenio deriva en la consecución de nuevos planteamientos plásticos. Es interesante el equilibrio de contrastes entre lo hallado y lo buscado, entre la delicadeza de lo mínimo y la presunta rudeza de los materiales, entre lo basto y lo liviano, entre la improvisación y la constancia compositiva. Parámetros a priori contrarios que van acomodándose entre ellos para componer un conjunto armónico que transforma, pero a su vez recupera, la identidad de la sala.